Por Roque Morán Latorre. Obrar con responsabilidad social sin acometer contra la corrupción es insólito. La tarea es ardua, peliaguda, hasta -muchas veces- decepcionante, pero no se la puede eludir. La corrupción es un monstruo con tentáculos de alcance inimaginable, se extiende a lugares y circunstancias que, en muchas ocasiones, ni nos percatamos. No nos admiremos si somos parte de ella, como culpables, cómplices o la encubrimos, de manera consciente o involuntariamente. Podemos pensar, simplona -pero implacablemente-, que la corrupción está en la otra gente, ¿pero yo… corrupto o corrupta? ¡Jamás!Ese es el juicio regular de quien no se ha percatado que la corrupción está en la cotidianidad: cuando cruza un semáforo en color intermedio, cuando adquiere un CD pirata por menos de dos dólares; asimismo, cuando no ha pagado las licencias del software que está instalado en el computador de casa; se produce, a un nivel mayor, cuando se tiene, por ejemplo, la responsabilidad de compras de una empresa y llueven los regalos en la época navideña o, en otras épocas, se prodigan atractivos presentes que comprometen: viajes, “premios”; o también se encuentra en el profesorado que acepta un presente de su alumnado que requiere mejorar sus notas para aprobar el período.
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